No había pasado media hora cuando el grupo ya había colocado las mochilas en el fondo de la cueva, tras la surgencia, y encendido un fuego acogedor que iluminaba la entrada. Loriot discutía los avatares del viaje con Mehl, mientras el resto del grupo preparaba sus sacos para dormir, vivaqueando en una bifurcación de la cueva que formaba una pequeña salita. La temperatura era agradable, no tanto por el fuego recién estrenado como por el grueso chorro de agua caliente que brotaba de un lateral, casi al final de la caverna, y recorría toda su longitud hasta salir por una brecha junto a la entrada. La posición era cómoda, porque desde allí podían observar todo el valle; y cualquier posible intruso debería llegar tras ascender unos repechos que lo harían vulnerable. Había luna creciente, y en la semioscuridad se veía abajo la fuente de Gwen, por la que no habían pasado porque para acceder a la cueva tomaron un atajo varios cientos de metros antes; y desde la fuente, un estrecho sendero salía del camino y zigzagueaba hasta la entrada. Aunque no esperaban ninguna visita desagradable, una posición ventajosa como ésta da tranquilidad a los monteros cuando pernoctan.
-Hoy dormiremos tranquilos -dijo Loriot-, y mañana habrá acabado la ventisca. Será agradable, porque cuando subamos Monvejo deberemos atravesar las Malas Tierras antes de llegar a Cabira. No tendremos problemas para llegar al collado antes de la próxima noche, y dormiremos allí. No es un lugar cómodo, pero los próximos días serán peores.
-Peores no, serán más peligrosos -dijo Mehl-. Me da igual acampar en el collado de Monvejo que en cualquier otro sitio, pero mientras atravesemos las Malas Tierras, corremos el riesgo de tener problemas, al menos, con los mineros. En la ciudad no son peligrosos, pero en la soledad del campo no me fío de ellos. Tal vez deberías considerar la alternativa.
Vilnius se acercó circunspecto. No le había agradado las circunstancias en que iniciaron este viaje y apenas había abierto la boca durante el camino. El resto del grupo casi se habían acostumbrado a su silencio como una especie de ausencia durante toda la jornada, pero estaba claro que tenía algo que decir y quería decírselo a Loriot. Mehl intuyó que no debía oír una discusión, así que aprovechó su presencia para retirarse a su vivac.
-Nuestra cita no ha aparecido -espetó lacónicamente-. Y este encuentro es la mitad del motivo de nuestro viaje.
-Todavía no -señaló Loriot-, pero vendrá. No tengo ninguna razón para pensar que no será así.
-Ya es noche cerrada, y a estas horas nadie puede moverse por el bosque. Mañana cuando amanezca debemos partir, así que nadie vendrá en este tiempo; al menos no con buenas intenciones.
-Te preocupas demasiado, Vilnius. Nuestro viaje queda perfectamente cubierto con la misión comercial que llevamos, ya hemos hecho cientos como este. El resto es un añadido que me sirve para pagar un favor antigüo, no es asunto nuestro. Para otra gente, este asunto puede ser mucho más importante que nuestro comercio, pero no nos concierne; sólo tenemos que llevar un acompañante. Además, hemos llegado a la cueva y seguramente ella ya esté aquí desde antes que nosotros.
-¿Ella? ¿Aquí? De entrada no nos habíamos dicho que nuestro pasajero fuese una mujer. Sabes que no me gusta que nos acompañen desconocidos y menos aún mujeres. Sólo nos traerá problemas. Y aquí, por otra parte... No hay nadie. La cueva no es pequeña, pero tampoco tan grande como para no habernos percatado si hubiese alguien dentro cuando llegamos.
-No te has percatado de muchas cosas, pero no te preocupes. Vilnius, eres un montero duro y eficiente, pero de este asunto no sabes nada. Confía en mí. Ahora debes dormir y mañana todo se verá distinto. Vete con Kaspar y Mehl, mira: ya están dormidos. No te preocupes, de momento nada ha salido fuera de lo previsto. Quiero ver un momento el exterior y me uno a vosotros, hoy no será necesario hacer guardia.
Y mientras sus tres compañeros dormían con la profundidad que el cansancio les exige y la ligereza que la intranquilidad les permite, Loriot terminó de colocar alrrededor del fuego de la entrada, lo mas alejado posible de la humedad y vapor del arroyo, la ropa empapada de sudor y agua que deberán utilizar al día siguiente con la esperanza de que se seque lo suficientemente. Mientras, la penumbra hacía bailar pausadamente las sombras acostada de sus compañeros a la vez que un intenso aroma de madreselva -todos conocían la afición de Mehl por esta planta- invadía la cueva la cueva de la fuente de Gwen, húmeda y extrañamente calida en medio de una invernal noche en Monvejo.
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