CRÓNICAS DEL MAR DE TETHYS
No le faltaba razón a aquella mujer, cuya lacerante
mirada se movía de un empleado a otro, cargada de perplejidad. Los que la veían
la miraban con disimulo y una solapada reprobación, “no vaya a ser que la
emprenda conmigo, qué apuro”. Algunos se preguntaban cómo alguien mostraba
públicamente tan malos modales, ya se sabe, en casa todavía…Otros opinaban que
qué manera de dar la nota. Hubo quien creyó que había que estar muy seguro de
sí mismo para reaccionar así, y no faltó quien pensó incluso que cómo era
posible manifestar una opinión propia.
Ellos volvían satisfechos de sus vacaciones. La
satisfacción consistía en no haber hecho nada que mereciera la pena en una
semana, en dejarse llevar de un sitio para otro sin pensar cómo ni por qué y en
haber dejado su cerebro en blanco, pero esta vez con motivos, que para eso se
habían ido de vacaciones. “Es caro, pero merece la pena”, comentaban algunos.
“Hemos comido hasta reventar”, contestaban otros.
Eran gente vulgar, como la mayoría, que ni siquiera
durante las vacaciones quedaban libres de sus mezquindades cotidianas. Solían
desplazarse por los pasillos en patrullas de seis, ocupando todo el espacio y
no dejando pasar a otros pasajeros, ya que el que viniese enfrente no era una
de sus prioridades. En el restaurante llenaban sus bandejas de comida varias
veces hasta la pérdida del equilibrio de los platos, para luego dejar la mitad
sin haberla tocado. Protestaban por lo más irrelevante, como que el café no era
suficientemente bueno, o que el agua no era de su marca favorita, como aquél que se dejó ver con chanclas y bermudas sentado en un salón en donde alguien interpretaba
distintas piezas mientras sonaba un piano de media cola.
Por supuesto que no comprendían la actitud de aquella
vociferante mujer, que acompañaba sus mensajes de un lenguaje no verbal
suficientemente explícito y que además hacía gala de una imponente estatura.
Había crecido en una familia de clase media-alta, en una
época en la que pertenecer a esta clase en España era poco menos que ser
aristócrata en el momento actual. En su familia se cultivaban tanto las formas
como el fondo, en la creencia de que no hay formas que se sustenten en un fondo
endeble. Aunque era un poco díscola, había asimilado con éxito la exquisita
educación que le había inculcado su madre, profesora de piano, y que se
manifestaba en multitud de detalles, como la distinguida forma de disponer sus brazos
cuando se sentaba a la mesa. Quizá la extravagancia le venía de su padre, cuyo
acusado sentido del humor le permitía desenvolverse con desparpajo en multitud
de situaciones. Seguramente por haber sido la mayor de tres hermanas cursó
estudios de música, quien sabe si por la influencia de su madre, y siempre
manifestó una gran creatividad e interés
por el mundo del arte. La combinación de estos factores había dado lugar a una
gran sensibilidad, que reaccionaba ante la mediocridad como lo haría un alérgico ante una simple mota de
polvo.
Ella había emprendido el mismo viaje que los otros, con la
diferencia de que no se habían satisfecho sus expectativas. Apenas había subido
a bordo, cuando sus ojos se fijaron en los estridentes colores de una moqueta
sin fin. El barco enorme había sido decorado por completo con el mal gusto de
los salones de juego de la ciudad de Las Vegas, con colores, que, sólo por su
mera visión, estaban llamados a bloquear los intelectos. Nada que ver con lo
que se había imaginado: un agradable hotel flotante con el que desplazarse de
una ciudad costera a otra mientras se disfrutaba de relajantes paisajes marinos
y de la brisa y el aire libre.
Una vez que el equipaje estuvo en el camarote nuestra
protagonista comprobó con estupor que su maleta había sido abierta. De nada
sirvieron las reclamaciones en el mostrador de “atención al cliente”. Según
ellos no había duda alguna: la maleta había sido abierta en el aeropuerto. Ni
por un momento consideraron que podría haber ocurrido al llevar las maletas al
barco. Tal era la vehemencia de sus afirmaciones que seguramente pensaron que sus razones convencían.
La siguiente dosis de realidad ocurrió enseguida, en el
comedor. Allí vio como hordas de seres humanos hacían interminables colas para
servirse una porción de pizza o unos huevos con salchichas. Conseguido el
objetivo, continuaban llenando sus bandejas con lo que fuera, a ver si luego
les apetecía algo que no hubiesen cogido y tenían que hacer cola nuevamente.
Con un sinfín de platos tambaleantes en sus bandejas, buscaban afanosamente un
lugar donde sentarse, asunto harto difícil, ya que la mayoría de las mesas
estaban ocupadas. Esta era la atmósfera habitual en aquel inmenso centro
comercial flotante.
A pesar de las nefastas perspectivas aún predominaba la
ilusión de todo viaje que comienza. Esto, junto con la grata visita a la ciudad
de Estocolmo aplacó un poco los nervios…
El personal del barco también supuso un soplo de aire
fresco para nuestra protagonista y sus acompañantes, que disfrutaban del trato
agradable, aunque sin servilismos, de gentes sencillas y sin pretensiones, y
que se permitían de vez en cuando alguna broma con el atrevimiento justo.
Así las cosas, llegó el
momento de desembarcar en San Petersburgo, ciudad magnífica según dicen, porque
a los viajeros prácticamente no se les permitió bajarse del autobús. Sin duda,
la visita no estaba diseñada para espíritus sensibles, sino para reses, y ni
siquiera con el forraje acertaron, ya que la comida “típica rusa” fue miserable
en cuanto a calidad y cantidad. Afortunadamente, alguien tuvo el acierto de
servir un poco de vodka, oportunidad que aprovechó nuestra protagonista para
conseguir algunos tragos que consiguieron aplacar un enfado que ya adquiría
proporciones ciclópeas.
Esperanza se hallaba
desesperanzada. El viaje en el que había puesto sus ilusiones había resultado
ser un fracaso y no tenía visos de mejorar. Resignada a soportar de la mejor
manera posible la mediocridad del trato que le dispensaban se dejó llevar de
puerto en puerto en aquella cárcel flotante.
Cuando por fin abandonaba
el barco para siempre, descubrió que su maleta había sido maltratada otra vez y
que estaba rota. Viéndose reflejada en la maltrecha maleta, dio rienda suelta a
su furia contenida a base de paciencia y vodka y profirió insultos contra la
señorita de “atención al cliente”, que la miraba con cierto aire de
superioridad, asestó al compañero de aquélla un puñetazo que le partió un labio
y le hizo escupir un diente, bailó unas sevillanas sobre la barriga del
encargado y amenazó con arrancar de cuajo la anilla de una granada que llevaba
en el bolso…
…Aunque…no. Eso fue sólo
parte de lo que pasó por su mente. En realidad tuvo que conformarse con alzar
un poco la voz y poner la reclamación pertinente, mientras los otros clientes
pensaban “es que algunas no saben controlarse”.
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