miércoles, 19 de noviembre de 2014

Crónicas del mar de Tethys




   CRÓNICAS DEL MAR DE TETHYS



No le faltaba razón a aquella mujer, cuya lacerante mirada se movía de un empleado a otro, cargada de perplejidad. Los que la veían la miraban con disimulo y una solapada reprobación, “no vaya a ser que la emprenda conmigo, qué apuro”. Algunos se preguntaban cómo alguien mostraba públicamente tan malos modales, ya se sabe, en casa todavía…Otros opinaban que qué manera de dar la nota. Hubo quien creyó que había que estar muy seguro de sí mismo para reaccionar así, y no faltó quien pensó incluso que cómo era posible manifestar una opinión propia.


Ellos volvían satisfechos de sus vacaciones. La satisfacción consistía en no haber hecho nada que mereciera la pena en una semana, en dejarse llevar de un sitio para otro sin pensar cómo ni por qué y en haber dejado su cerebro en blanco, pero esta vez con motivos, que para eso se habían ido de vacaciones. “Es caro, pero merece la pena”, comentaban algunos. “Hemos comido hasta reventar”, contestaban otros.

Eran gente vulgar, como la mayoría, que ni siquiera durante las vacaciones quedaban libres de sus mezquindades cotidianas. Solían desplazarse por los pasillos en patrullas de seis, ocupando todo el espacio y no dejando pasar a otros pasajeros, ya que el que viniese enfrente no era una de sus prioridades. En el restaurante llenaban sus bandejas de comida varias veces hasta la pérdida del equilibrio de los platos, para luego dejar la mitad sin haberla tocado. Protestaban por lo más irrelevante, como que el café no era suficientemente bueno, o que el agua no era de su marca favorita, como aquél que se dejó ver con chanclas y bermudas sentado en un salón en donde alguien interpretaba distintas piezas mientras sonaba un piano de media cola.  



Por supuesto que no comprendían la actitud de aquella vociferante mujer, que acompañaba sus mensajes de un lenguaje no verbal suficientemente explícito y que además hacía gala de una imponente estatura.

Había crecido en una familia de clase media-alta, en una época en la que pertenecer a esta clase en España era poco menos que ser aristócrata en el momento actual. En su familia se cultivaban tanto las formas como el fondo, en la creencia de que no hay formas que se sustenten en un fondo endeble. Aunque era un poco díscola, había asimilado con éxito la exquisita educación que le había inculcado su madre, profesora de piano, y que se manifestaba en multitud de detalles, como la  distinguida forma de disponer sus brazos cuando se sentaba a la mesa. Quizá la extravagancia le venía de su padre, cuyo acusado sentido del humor le permitía desenvolverse con desparpajo en multitud de situaciones. Seguramente por haber sido la mayor de tres hermanas cursó estudios de música, quien sabe si por la influencia de su madre, y siempre manifestó  una gran creatividad e interés por el mundo del arte. La combinación de estos factores había dado lugar a una gran sensibilidad, que reaccionaba ante la mediocridad como  lo haría un alérgico ante una simple mota de polvo.


Ella había emprendido el mismo viaje que los otros, con la diferencia de que no se habían satisfecho sus expectativas. Apenas había subido a bordo, cuando sus ojos se fijaron en los estridentes colores de una moqueta sin fin. El barco enorme había sido decorado por completo con el mal gusto de los salones de juego de la ciudad de Las Vegas, con colores, que, sólo por su mera visión, estaban llamados a bloquear los intelectos. Nada que ver con lo que se había imaginado: un agradable hotel flotante con el que desplazarse de una ciudad costera a otra mientras se disfrutaba de relajantes paisajes marinos y de la brisa y el aire libre.

Una vez que el equipaje estuvo en el camarote nuestra protagonista comprobó con estupor que su maleta había sido abierta. De nada sirvieron las reclamaciones en el mostrador de “atención al cliente”. Según ellos no había duda alguna: la maleta había sido abierta en el aeropuerto. Ni por un momento consideraron que podría haber ocurrido al llevar las maletas al barco. Tal era la vehemencia de sus afirmaciones que seguramente pensaron que  sus razones convencían.

La siguiente dosis de realidad ocurrió enseguida, en el comedor. Allí vio como hordas de seres humanos hacían interminables colas para servirse una porción de pizza o unos huevos con salchichas. Conseguido el objetivo, continuaban llenando sus bandejas con lo que fuera, a ver si luego les apetecía algo que no hubiesen cogido y tenían que hacer cola nuevamente. Con un sinfín de platos tambaleantes en sus bandejas, buscaban afanosamente un lugar donde sentarse, asunto harto difícil, ya que la mayoría de las mesas estaban ocupadas. Esta era la atmósfera habitual en aquel inmenso centro comercial flotante.


A pesar de las nefastas perspectivas aún predominaba la ilusión de todo viaje que comienza. Esto, junto con la grata visita a la ciudad de Estocolmo aplacó un poco los nervios…
Tallín tampoco fue una mala experiencia, aunque ya se notaba un poco más impregnada del tufillo turístico.
 
El personal del barco también supuso un soplo de aire fresco para nuestra protagonista y sus acompañantes, que disfrutaban del trato agradable, aunque sin servilismos, de gentes sencillas y sin pretensiones, y que se permitían de vez en cuando alguna broma con el atrevimiento justo.

Así las cosas, llegó el momento de desembarcar en San Petersburgo, ciudad magnífica según dicen, porque a los viajeros prácticamente no se les permitió bajarse del autobús. Sin duda, la visita no estaba diseñada para espíritus sensibles, sino para reses, y ni siquiera con el forraje acertaron, ya que la comida “típica rusa” fue miserable en cuanto a calidad y cantidad. Afortunadamente, alguien tuvo el acierto de servir un poco de vodka, oportunidad que aprovechó nuestra protagonista para conseguir algunos tragos que consiguieron aplacar un enfado que ya adquiría proporciones ciclópeas.

Esperanza se hallaba desesperanzada. El viaje en el que había puesto sus ilusiones había resultado ser un fracaso y no tenía visos de mejorar. Resignada a soportar de la mejor manera posible la mediocridad del trato que le dispensaban se dejó llevar de puerto en puerto en aquella cárcel flotante.

Cuando por fin abandonaba el barco para siempre, descubrió que su maleta había sido maltratada otra vez y que estaba rota. Viéndose reflejada en la maltrecha maleta, dio rienda suelta a su furia contenida a base de paciencia y vodka y profirió insultos contra la señorita de “atención al cliente”, que la miraba con cierto aire de superioridad, asestó al compañero de aquélla un puñetazo que le partió un labio y le hizo escupir un diente, bailó unas sevillanas sobre la barriga del encargado y amenazó con arrancar de cuajo la anilla de una granada que llevaba en el bolso…

…Aunque…no. Eso fue sólo parte de lo que pasó por su mente. En realidad tuvo que conformarse con alzar un poco la voz y poner la reclamación pertinente, mientras los otros clientes pensaban “es que algunas no saben controlarse”.


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